Año
2048.
Incluso
para los hechiceros, los sábados en la noche son momentos ideales para
desahogar las agobiantes presiones del día a día, especialmente cuando se vive
en un entorno que uno siente que no es el suyo.
Dalila
Morales es una joven de catorce años que tiene una vida que muchos envidiarían.
Nació en el seno de una de las familias más importantes de la sociedad
colombiana, tiene una vida privilegiada en la que puede satisfacer todos sus
caprichos cada vez que lo desee y, tiene un novio millonario que vive en un
penthouse ubicado en el barrio La Cabrera, uno de los más exclusivos de la
ciudad de Bogotá, sitio en el que ella se encuentra, y esta noche quedó bajo la
disposición exclusiva de la pareja de adolescentes.
Sin
embargo, ninguno de los presentes se encuentra de ánimos para una velada
romántica; ella está en el punto emocional más bajo de su vida y es su novio,
la única persona en todo su entorno dispuesto a consolarla:
—André
—dice Dalila con evidente frustración—, ¿sabe cuál es mi mayor problema? ¡Mi
familia! Creen que solo por el hecho de ser «amenistas[1]», ya pueden restregarle
su superioridad moral a todos aquellos que se les venga en gana. ¡Eso me
enferma!
Resulta
que la joven es despreciada por su familia debido a sus gustos: generalmente
viste de negro al estilo gótico, es fan de la música anti amenistas, así como
de literaturas que contradigan el dogma amenista, como los relatos
mitológicos, novelas eróticas y libros de magia, todas las aficiones que una
familia evangélica, firmemente religiosa y tradicionalista como los Morales ve
como «vulgares desviaciones mundanas», que deben ser «purgadas» de la mente de
su hija más joven, «antes de que ella se aleje definitivamente del camino de la
fe y caiga inevitablemente en los brazos del demonio».
—Pero
eso no es todo —Dalila continúa su monólogo, con la voz entrecortada, al borde
de la desesperación y sus ojos castaños bañándose en lágrimas—. Solo por ser
diferente, ¡me tratan peor que una maldita leprosa! Para ellos, yo soy su mayor
deshonra y a menos que salga de casa hoy mismo, ¡me encerrarán en un internado!
La sola idea de estar lejos de las pocas cosas que me hacen feliz, ¡es
desesperante! ¡André, mire lo que me hicieron! ¡NO QUIERO IR A ESE INFIERNO!
Dalila
se quiebra en un incesante mar de llantos y gemidos, revelando que su cabellera
negra solo es una peluca, algo que deja a André visiblemente impactado. Él sabe
que sus suegros la amenazaron con dejarla calva, si continuaba negándose a
seguir su estilo de vida tradicionalista. Como ella nunca cedió en sus
pretensiones, no solo cumplieron con su ultimátum, sino que además decretaron
que la mejor manera de «enderezarla», es enviarla a un internado lejos de la «influencia
corruptora» de la ciudad, del cual se espera que regrese como toda una hija de
Dios, obediente y dedicada a su familia y su fe, aunque eso sea a costa de
causarle un trauma sicológico del que nunca se recuperará.
Molesto
por ese acto de insensibilidad, ignorancia e intolerancia para contra su novia,
André se acerca a ella para consolarla, la abraza con fuerza sin lastimarla y,
con voz baja pero firme, pronuncia:
—Preciosa,
tus padres son unos malditos que no merecen el perdón, ni de su dios ni el de
nadie. Ellos deben pagar por esta canallada.
—Como
quisiera poder quedarme con usted, André —replica Dalila con una sonrisa
tímida—. Sus padres le apoyan en todo, mientras que los míos piensan que soy un
monstruo. Haría cualquier cosa por no regresar a ese infierno.
—¿Cualquier
cosa?
—Sí.
Gracias a usted, he conocido la felicidad. Sin usted, solo sería un cascarón
vacío de depresión y tristeza.
Contrario
al rotundo rechazo que generan las costumbres de Dalila en su seno familiar, la
coyuntura de su novio un año mayor, André Heigui, es tan distinta como el
cielo y el infierno: hijo de brasileños de ascendencia china, sus aficiones son muy similares a las de su novia, con la
ventaja que sus padres son considerablemente más abiertos y, permiten que su
hijo exprese libremente su personalidad.
Una sutil pero siniestra sonrisa, se dibuja en el rostro de André, quien formula:
—¿Qué estás dispuesta a hacer para estar conmigo?
—Lo
que sea —Dalila replica con firmeza—. La sola idea de volver a ver los rostros
de mis padres y hermanos me llena de tristeza y rabia. Ellos nunca serán
capaces de entenderme, pero usted sí.
—Si
así son las cosas, te alegrará saber que existe una manera de que tu deseo se
haga realidad.
—¡¿Qué
debo hacer?! —la desesperación de Dalila por conocer la respuesta es
incontenible.
Tomando distancia de su novia, el joven dirige su mirada al horizonte y revela sus intenciones:
—Debes ayudarme a que tu familia sea, purgada. Para siempre.
Las
oscuras intenciones de André inundan de duda a la chica. Es cierto que ella
aborrece a su familia más que nada en este mundo, pero nunca se le ha pasado
por la cabeza hacer algo tan perverso…
—¿Quiere
decir, matarlos?
André
siente la vacilación en Dalila. Él sabe que, tras haber estado juntos tres
años, él ha incitado en ella la idea de que un día, podrá ser libre del yugo de
sus padres, con la esperanza de que cuando llegue el momento, empujarla al
abismo del espectro moral. Ahora que está sicológicamente vulnerable, él sabe
que será solo cuestión de tiempo para que la oscuridad la consuma.
—Dalila,
ellos nunca dejarán que estemos juntos. ¡Mira lo que te hicieron! ¡No puedes
dejar que se salgan con la suya! Si cedes ante su capricho, vivirás bajo su
yugo para siempre. ¡¿Es esto lo que quieres para ti?! ¡¿Quieres vivir
esclavizada a esos retrógrados ignorantes, o ser libre por toda la eternidad?!
—El joven manifiesta su rabia, mientras recoge la peluca de su novia y la pone
cerca del rostro de ella.
Pero
como él se dará cuenta, corromper un alma inocente no es tan sencillo como
parece.
—No
es tan simple. Esto no es como en las películas, donde nos deshacemos de los
malos y vivimos felices para siempre. En el mundo real, gente influyente como
mis padres, siempre se salen con la suya. Si llega a tocarles un dedo, lo
meterán a la cárcel y yo seré enviada de inmediato al internado. ¿En serio eso
es lo que quiere para ambos, André Heigui?
—Esos
son tus instintos humanos limitándote. Duda, temor, inseguridades,
incredulidad. Todas son enfermedades de la mente inherentes a tu especie, que
nunca les permitirán trascender de sus límites, condenándolos a ser esclavos de
la causalidad y el destino.
—¿De
qué está hablando?
—Existe
una forma de que puedas ser libre de todas esas ataduras que solo existen para
limitarte. Las ataduras de la mortalidad.
André
se ubica a pocos metros delante de su novia asegurándose de que pueda detallar
su transformación: él hace brillar amenazantemente sus rasgados ojos color
violeta —cuyas pupilas toman una forma inequívocamente felina— y mágicamente
altera su dentadura, hasta darle una forma marcadamente filosa. Dalila,
divagando entre el temor y la fascinación, presencia el hecho y sin estar del
todo convencida de lo que ve, pregunta…
—¡¿Qué
es usted?!
—¿Acaso
no es obvio? Soy un vampiro. Quise decirte antes, pero no sabía cómo ibas a
tomarlo. No debes temer de mí, porque yo siempre estaré contigo.
Sobrecogida
por la revelación, Dalila repentinamente tuvo una epifanía que hace que
instintivamente caiga de rodillas al piso. Ella sabe que los vampiros son seres
muy poderosos, capaces de proezas más allá del alcance humano. Incluso uno tan
joven como André, sería capaz de eliminar a docenas de guardias armados con
pasmosa facilidad.
Si
ella deja que él la convierta en uno de los suyos, sus incipientes poderes
mágicos aumentarán exponencialmente. Pero, existe la posibilidad que la
transformación provoque cambios emocionales en ella, que la harían totalmente
irreconocible a la Dalila Morales que es ahora. Si decide tomar ese camino, ya
no habrá marcha atrás.
Consciente
de todas las consecuencias que conllevaría su elección, Dalila, revela el
camino que tomará:
—No
hay nada en mi familia para mí. Me convertiré en lo que sea, con tal de que
estemos juntos para siempre.
Totalmente
encantado por la seguridad de su futura eterna compañera, André se hace una
incisión en su mano derecha, desde la cual empieza a correr sangre a borbotones
y enuncia:
—Bebe
de mi sangre y tu camino a la eternidad estará marcado.
Dalila
obedientemente abre su boca y deja que la sangre del vampiro fluya por sus
entrañas. Con cada gota del líquido carmesí, toda una serie de cambios van sucediendo
en ella: su dentadura se hace filosa como la de un tiburón; su mirada inocente
adopta un amenazante tono escarlata, con sus pupilas toman una forma más
bestial, similar a la de un felino; sus músculos se hacen más fuertes, aunque
sin alterar significativamente su esbelta figura…
—¡AAAHHH!
Paralelo
a su metamorfosis física, su psique ha sido invadida por una emoción que nunca
había transitado por su mente: un incontenible sentimiento de invencibilidad.
La Dalila humana, débil y temerosa del yugo de sus padres había muerto esa
noche. Como vampiresa, ahora se siente capaz de matar a una manada de leones
con sus propias manos.
Por su parte, André apenas si podía contener su dicha malsana. Seguro de que había conseguido hundirla en el abismo de la moralidad, interroga a su neófita con una sola pregunta:
—¿Qué quieres hacer ahora?
Dalila,
con voz rasposa y mirada feral, replica:
—Quiero… sangre.
—Llévame
hasta ellos.
—Sus
deseos son órdenes. Sígame.
La
joven se pone de pie, vuelve a colocarse la peluca, que mágicamente cambia de
color y toma de la mano a su novio, hasta que ambos se lanzan desde el balcón
del penthouse. Como ellos son hechiceros, no caen hacia su muerte, sino que
usan su magia para desplazarse por los aires a toda velocidad hacia su
siguiente destino.
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La
Mansión Morales es una construcción de estilo neocolonial, que ocupa media
manzana del barrio Ciudad Salitre y desde su construcción —en el año 2028—, se
ha convertido en una de las edificaciones más emblemáticas de Bogotá.
Son
las once de la noche y en la sala de reuniones de la mansión, en la que
alrededor de cien personas, representantes de la élite colombiana, —políticos,
jueces, empresarios y por supuesto, pastores evangélicos y miembros prominentes
de la familia anfitriona—, además de departir amenamente, despotricaban
impunemente contra el presidente del país, Edward Salazar, un político
insurrecto que, tras llegar al poder en el 2046, se ha convertido en una
amenaza real a su insidioso poder, hasta el punto que uno de sus alfiles más
prominentes, el senador Abimael Uribe, fue brutalmente asesinado en su
apartamento hace un mes por un agente desconocido.
Con
las investigaciones del caso aún abiertas, la élite está convencida de que será
solo cuestión de tiempo, para que la autoridad judicial, manipulada por medio
de sus influencias, termine por deshacerse de su imprudente enemigo y les
permita una vez más, volver a ser los intocables ungidos «por la providencia» que
alguna vez fueron.
Sin
embargo, las expresiones de felicidad son reemplazadas por rechazo, pánico y
hasta vergüenza, al irrumpir sin invitación una joven de vestido negro y
cabellos rojos como la sangre a la fiesta, quien ignora maliciosamente a todos
los presentes, excepto a uno:
—Hola,
papá, ¿Cómo está? —la joven expresa en un infantil tono de burla y con una
expresión de malevolencia pura.
—¿Dalila?
¿Qué hace aquí? ¿No le había dicho que tenía prohibido entrar a estas reuniones
vestida como bruja? ¡Regrese a su cuarto de inmediato!
—¿Y
si me niego?
—¿Se
atreve a desobedecer a su padre? ¡Será castigada por su abominable conducta!
Su
padre, Manuel Morales, aunque se presenta ante sus feligreses y el resto de los
pecadores como un humilde pastor evangélico, seguidor a ultranza de la Palabra
de Dios, su enorme caudal de votos —repartido entre las cien iglesias bajo su
alero en todo el país—, han sido cruciales en la elección de los últimos cuatro
presidentes que tuvo Colombia antes de la llegada de Salazar. Un hombre
estricto que ha llegado a tener el control de prácticamente todo su entorno,
excepto a la fuente de su mayor deshonra: su hija Dalila.
—¿Abominable
conducta? Ja, entre usted y yo, quien realmente es culpable de ese pecado, ¡es
usted! Es un maldito dictador que no puede tolerar una opinión distinta a la
suya, o ¿acaso olvidó que fue usted quien me dejó calva y amenazó con mandarme
a un internado, solo porque no quería participar de sus absurdos ritos? Es un
hipócrita que se llena sus pútridas fauces de moral y rectitud, mientras usa a
la religión para mantener a las masas de este país en la opresión y la
ignorancia. ¡Mire todo este lujo! ¿A cuántos fieles les vendió un sueño
imposible, mientras los estafaba para comprar esta casa? ¿o sus autos último
modelo? ¿o todos los pomposos adornos que pululan en esta mansión? ¿cuántos
millones hay en su cuenta de banco? ¿cuántos usó para comprar la lealtad de sus
invitados? Dígalo, sirviente de Dios. ¡DÍGALO!
Indignado,
Manuel lanza una cachetada al rostro de Dalila con todas sus fuerzas. Esta niña
insurrecta, por su propio bien, debe ser corregida de inmediato…
—¿Qué?
Para
su espanto, ella detiene su brazo sin ningún esfuerzo. Manuel trata de zafar su
extremidad, pero el agarre de Dalila es tan fuerte que hace que sus esfuerzos
sean inútiles. Por ello, y notando la bestial mirada de su hija, declara
tímidamente:
—Suelte…
mi… brazo.
—¿O
qué? —la joven rebota la pregunta mordazmente, mientras aprieta con tanto
ahínco el brazo de su progenitor, que puede escucharse el crujir de sus huesos…
—¡AAAHHH!
—Seguidos del desesperado grito de dolor de la víctima.
Espantados
por el inhumano despliegue de fuerza de la adolescente, algunos invitados
lentamente fueron buscando la manera de salir disimuladamente de la mansión, ya
que presentían que su vida correría peligro si se quedaban un solo segundo más
en ese lugar.
Tenían
razón.
—¿Por
qué se van? Si la fiesta acaba de comenzar. —la voz misteriosa y tono juguetón,
se escuchó con un ominoso eco por todos los rincones de la mansión.
La
temperatura del edificio empezó a bajar, hasta el punto de que las puertas se
congelaron, impidiendo el escape de los presentes y, de un cúmulo de nieve que
cayó del techo, emergió André Heigui, armado con una espada de hielo y sin
mediar palabras, cortó de un tajo la cabeza de una señora que estaba justo a su
izquierda, lo cual hizo que los invitados corrieran hacia las salidas cubiertas
de hielo, en un desesperado —e inútil— intento de salvar sus vidas.
La
hora de la masacre había iniciado.
Dalila
lanza a su padre hasta una mesa cercana, ya que lo dejará para el final. Un
sujeto —el hermano mayor de la vampiresa—, demasiado asustado como para
moverse, recibió en su cuello el primer mordisco asesino de la neófita, inundada
por un placer casi orgásmico al probar la sangre de su primera víctima.
André,
ignorante de los actos de su novia, se mantiene extasiado, masacrando a todo
aquel que se cruce en su camino. No importa cuánto poder e influencias tuviesen
sus víctimas en las altas esferas del poder, ninguna de éstas les salvará del
poder y la sed de sangre del joven vampiro.
Notando
que su distracción le está haciendo perderse de una oportunidad única, Dalila
deja de alimentarse de su primera víctima y se lanza al ataque por más. Como
carece de la experiencia en combate de André, cuyos finos movimientos dejan un
reguero de cadáveres a su paso, la neófita usa potentes llamaradas que
convierten en cenizas a sus víctimas, aunque igual ella se deleita con los
gritos de agonía de las personas que mueren quemadas por su magia.
Pasados
unos quince minutos, el único humano con vida en la Mansión Morales, era el
padre de Dalila, quien se quedó sobre la mesa destrozada sobre la que su hija
lo había arrojado, y de la cual no se atrevió a moverse, por temor a llamar la
atención de los dos monstruos con piel humana, que masacraron a todos los
hombres y mujeres que se hallaban en ella.
Al
ver que André y Dalila, con sus ropas ensangrentadas se posaron cerca suyo,
murmuró unas oraciones, con la esperanza de que un milagro lo salvase de su
inevitable destino.
—No
pierda su tiempo, señor Morales —dice André—. Su dios no va a escucharlo, no
importa cuánto se esfuerce por rezar.
—¡Usted!
Sabía que iba tras mi hija. Yo traté de salvarla, pero ella no me escuchó. La
convirtió en un demonio, igual que usted. Dios impartirá su castigo divino
sobre usted, por haber corrompido a mi hija. ¡Dalila! Pecadora insolente, ha
condenado su alma a la retaliación del Señor de los Cielos. Sus acciones aquí
han hecho imposible que puedan arrepentirse de sus pecados. ¡Ambos se han
condenado a arder eternamente en las llamas del infierno!
—Jajaja,
papá —Dalila replica con ironía, mientras sus ojos brillaban de forma
inquietante—, ¡¿acaso luzco como alguien a quien le importa lo que Dios
piense?! ¡¿cree que André le importa un comino la existencia de su Dios?!
Despotrique todo lo que quiera contra nosotros, invoque al poder de su amigo
imaginario, que André y yo estaremos a salvo de sus rabietas.
—Vaya
sorpresa me has dado, Dalila —André expresa halagado—. Ni yo lo hubiera podido
decir mejor.
—Gracias,
mi amor. —la joven devuelve el gesto con un pulposo beso manchado por la sangre
en sus labios.
Manuel,
horrorizado, solo atina a apartar la mirada, mientras intenta reflexionar qué
hizo mal para con su hija menor. ¿Acaso no fue lo suficientemente atento? ¿Por
qué ella se descarriló si la introdujo por los caminos del señor igual que a su
hijo mayor? ¿Acaso no actuó lo suficientemente rápido para salvarla de que siguiera
por el camino de oscuridad y maldad que André le ofreció?
Ninguna
de esas preguntas tiene respuesta, porque él falló en caer en cuenta que los
hijos no siempre están destinados a seguir el camino de sus padres y, cuando
éstos tratan de imponerlo por la fuerza, sin considerar su opinión, lo único
que conseguirán es que éstos se llenen de odio y resentimiento hacia ellos, por
no dejarlos ser como son en realidad.
—Señor
Morales —André fuerza los ojos de Manuel para que lo vea cara a cara—, no
piense que esto fue un acto al azar, motivado por el barbarismo y la crueldad.
No, no, no. Nuestro acto, obedece a un objetivo mucho más grande.
La
revelación hizo que Manuel empezara a sudar frío.
—¿De
qué está hablando, joven Heigui?
—Por
favor, no se haga el inocente. ¿En serio cree que la muerte de su protegido, el
senador Uribe, fue al azar? La chica que lo asesinó, la señorita Arshavina, es
nuestra asociada. Y así como ella, hay muchos agentes más Colombia, todos
trabajando juntos para proteger al presidente Salazar de idiotas como usted.
—¿Qué
tiene de especial ese insolente?
—Hace
demasiadas preguntas, señor Morales. Usted solo debe saber que él ha accedido a
ayudarnos en un plan muy grande, que solo nos concierne a nosotros. Ahora bien,
la razón por la cual le pedí a Dalila que no lo matara, es porque usted sabe
algo que es de suma importancia para mi familia y nuestros aliados.
—¿Qué
quiere de mí?
—Quiero
los nombres de sus socios, señor Morales.
Incitado
por el temor y la pequeña esperanza de que su vida sea perdonada, Manuel, sin
dudarlo, responde:
—Los
que ustedes dos mataron esta noche, solo eran la vanguardia, los mandos bajos
de nuestra sucursal en este país si así lo quieren. Mis socios son el senador
Lázaro Gómez, el general Istvan Halász y, la empresaria Xiomara Cardozo.
Complacido
por la respuesta, André palmea el rostro de Manuel y dice:
—Ha
hecho una gran contribución a nuestra causa, señor Morales. Por tal razón, no
seré yo quien decida qué hacer con usted. Dalila —André dirige su mirada hacia
ella—, la decisión es tuya.
Convencido
de que sus oraciones fueron oídas y Dios ha influenciado en la mente del
demonio, Manuel murmura:
—Gracias
Señor.
Dalila,
al tener a su odiado progenitor a su merced, vacila por un instante. Puede que
se haya portado muy mal con ella desde que tiene uso de razón, pero sigue
siendo su padre. Pero, al tener una pequeña reminiscencia de todos los
vejámenes que tuvo que padecer bajo su yugo, clava con sevicia su mano derecha
en el pecho de Manuel, matándolo al instante y disfrutando cada segundo de
ello.
André
contempla el parricidio con una mezcla de orgullo y fascinación. Ha conseguido
no solo cumplir su objetivo, también logró corromper a la hija de su víctima y
llevarla a su alero, ganando una novia que pueda seguirle en sus aventuras. Por
ello, toma su teléfono satelital y tras seleccionar a uno de los contactos,
anuncia:
—Padre,
Manuel Morales está muerto. Avisa a nuestros socios que tenemos los nombres de
los demás objetivos. Debemos purgar este país de los lacayos de la Atlántida,
antes de que la verdadera guerra comience.