Bogotá. Año 2048.
Artemio Uribe es un joven pelirrojo de 30 años, cuyo brillante futuro resalta hasta en su presencia, que es vista por muchos colombianos como una aureola de éxitos y prosperidad. Es un hombre percibido como de gran corazón, pero estricto en su haber y cuya popularidad es tal, que no importa si es el ser más moralmente reprehensible sobre la faz de la Tierra, sus seguidores más fieles le seguirán adorando como si de un mesías se tratase.
Su acompañante es Zaryna Arszawina, una chica polaca de apenas 19, dueña de una ternura física propia de una niña, baja estatura y, cabellos que se extienden hasta la altura de su nuca, que asemejan filamentos de plata, rasgos que muchos han aseverado que son propios de un hada.
En otras épocas ver a un personaje como Artemio, político de carrera, senador de Colombia y serio aspirante a ser el próximo presidente de su país, con una adolescente como Zaryna, era razón suficiente para neutralizar la carrera de cualquier político, sin importar el arraigo de su popularidad. Pero en tiempos donde la inmoralidad de los poderosos está a la orden del día y las masas están más interesadas en imponer las ideas propias por sobre las de los demás que en la moralidad de sus representantes, es el escenario perfecto para que ellos puedan trapear el piso con la ética, la moral, y la dignidad de sus seguidores, siempre y cuando eso sirva para que él pueda llegar a presidencia y «dar plomo» a aquellos que hoy en día ostentan el poder en el país.
Son las tres y treinta y tres de la mañana y ambos vienen de una fiesta que, tuvo como invitados a miembros de las familias más importantes de Colombia.
—¡Los Morales se fajaron esta noche! Tenían de de todito: aguardiente del bueno, cerveza bien fría, coca para todo el mundo y, mujeres, ¡ay Dios mío! ¡200 prepagos de las más finas! ¡Nacionales y extranjeras! ¡Es que ese man si sabe llevarlo a uno hasta el Cielo! ¡¿No lo cree, Zaryna?! —expresa Artemio, intoxicado de alegría, producto de haber tomado y bailado toda la noche.
—¡Claro que sí, primor! Si usted se ganó a la más bella de la fiesta. Y como ya se dio cuenta, los Morales siempre ofrecen lo mejor de lo mejor a sus invitados. —replica Zaryna, que muestra una alegría más recatada.
—Y dígame, Zaryna. ¿Qué piensa de mi? —interpela Artemio, un poco más calmado, pero igual de alegre.
—Me pareces un hombre muy apuesto e inteligente. Sabes mucho sobre economía, el por qué aquí todo está tan caro y, como es la idiosincrasia del colombiano. No me extraña el por qué tus compatriotas te adoran.
Artemio suelta una risita siniestra.
—La verdad es que estos indios zarrapastrosos se contentan con muy poco. Un par de palabras bonitas por aquí, unos insultos al gobernante de turno por acá, algo de drama y, el ingrediente secreto. ¿Sabe cual es?
—¿Dios?
—¡Exacto! Dígales que actúa en el nombre de Dios y, los indios le besarán las botas, aunque estén sucias de barro y excremento. Salazar es un idiota por no invocar a Dios en su discurso.
La expresión de Zaryna se torna seria y, dejando escapar un poco su disgusto por el comentario despectivo hacia el presidente colombiano, ella responde:
—¿Por qué lo crees? No sé mucho sobre su gobierno, pero desde afuera la gente cree que es un héroe por unir al país tras la Revolución de las Cayenas y acabar con la violencia política que estaba desangrando al país.
La Revolución de las Cayenas, bautizada así debido a que esta flor, que crece en varias partes de Colombia, fue el símbolo que usó un movimiento civil que sacó del poder a El Cónclave en 2040, un grupo político compuesto por líderes religiosos, personalidades de internet y políticos con ideologías afines que, aprovechando el descontento con la inseguridad y pobreza del país, ganaron las elecciones en 2002 y desde ese año, gradualmente fueron trastocando los cimientos seculares del país, para gradualmente ir instalando un régimen confesional no declarado, que coartó las libertades civiles en favor de fortalecer la seguridad en Colombia.
—Puedo decirte que el periodo en el que El Cónclave estuvo en el poder, este país era seguro. Pero ahora, desde que la revolución los derrocó, la violencia volvió al país, los grupos armados se fortalecieron de nuevo y la inseguridad está aumentando otra vez. Es solo cuestión de tiempo para que vuelvan al poder y ojalá y sea pronto —explica Artemio con una notable nostalgia por lo que considera, fueron tiempos mejores.
Si bien en este aspecto tuvieron un éxito notable, la economía no mejoró y los grupos armados siguieron existiendo, lo cual eventualmente hizo que la seguridad de las ciudades se comprometiera de nuevo. con la elección de Eduardo Salazar, candidato cercano a los mistralistas, y detestado por el bando derrotado, que desde entonces ha buscado regresar al poder, incluso si eso significa reavivar las llamas de la guerra.
—Correcto —replica la polaca—, pero no puedes negar que, este pueblo ya ha probado el dulce néctar de la libertad. Si El Cónclave regresa, este pueblo no lo aceptará.
No notando el disgusto de Zaryna, Artemio expande su argumento, revelando su verdadero sentir sobre el pueblo colombiano:
—Sucede que Salazar cree que está en Europa donde la gente apoya a los gobernantes que hacen su trabajo y no se deja engañar por prestidigitadores como yo. ¿Pero aquí? Sin importar que sea el más grande estadista de todos los tiempos y, en mi humilde opinión, y quiero que no se lo diga a nadie, es el mejor presidente que ha tenido Colombia en los últimos 20 años. Pero él no invoca a Dios en su discurso, y por eso nos es fácil pintarlo como un apóstata y a los cayenistas como un «error de la naturaleza». Cuando él sea derrocado, tendremos al pueblo de nuestro lado y, nos encargaremos de destruir la carrera de Salazar y neutralizar a los cayenistas para siempre.
—¿Quieren derrocar al presidente de Colombia?
—Así es, Zaryna. ¡Cualquier imbécil con tres dedos de frente podría ser presidente de este estúpido platanal! No me extraña que los españoles los engañaran con espejos y baratijas, mientras saquearon su oro.
Artemio hace una pausa para abrir la ventana del auto, asomar su cabeza y, gritar «¡Estúpidos!» mientras pasaban por un barrio residencial, dejando salir su desprecio hacia su propio pueblo. Toda la escena sucedió tan rápido que cuando Zaryna quiso reaccionar, él ya había cerrado la ventana para preguntarle si estaba de acuerdo con su aseveración, a lo cual ella, queriendo mantener engatusado al político intoxicado de alcohol, decide seguirle el juego:
—Pienso lo mismo. Puedes decir lo que sea de mi país, pero aquí solo hay atraso e ignorancia.
Aunque un político importante y una dama de compañía son tan diferentes como el día y la noche, Artemio y Zaryna son productos de su tiempo. Mientras él ha sido entronizado por las masas por sus dotes en la oratoria y discurso altisonante, ella se la conoce como una dama cotizada entre los ricos y poderosos por su belleza y habilidades con el habla. No es una mera prostituta salida de un antro del pecado; es una escolta entrenada para seducir el cuerpo y la mente.
—Zaryna, ¿puede llevarme a mi apartamento? Podremos seguir la fiesta allí y pasar un rato muy rico usted y yo, los dos solitos. ¿Le parece? —Preguntó Artemio. A pesar de haber estado en la fiesta desde las diez de la noche, él aún tiene energía para festejar un poco más, y lo demuestra reptando sinuosamente su mano por la entrepierna de su conductora.
Sin ruborizarse, ella sonríe con picardía, mantiene su vista fija en la carretera y conduciendo con una sola mano, explora sensualmente el cuello de su acompañante con su mano libre hasta explorar sus labios e incitarlo a que muerda su dedo, mientras ella replica:
—Me encanta esa idea. La noche aún no termina y no me iré de aquí sin comer algo de comida típica colombiana.
En el auto, los dos se dieron un corto pero apasionado beso.
Ya en el edificio, Artemio y Zaryna al ascensor y dejaron que la pasión los consumiera, hasta llegar al apartamento. Él abre la puerta y se veía su impaciencia por saciar sus deseos carnales y los de su compañera.
Pero lo que vieron allí dentro, apagó para siempre los fuegos de su pasión.
—¿Qué demonios? —dijo él en baja voz.
En su apartamento, encuentra una ventana abierta, por la cual entró un un ladrón, que escaló con sigilo los siete pisos del edificio y, viéndolo vacío, empieza a todas las cosas de valor que había allí dentro: dinero, joyas, aparatos electrónicos y otras baratijas, que pensó que podrían serle útiles, las cuales metía en una bolsa, la cual es del tamaño de una cubeta, pero tiene una serie de símbolos mágicos brillantes que le permiten albergar una cantidad infinita de objetos, sin importar su tamaño.
Enfurecido, Artemio saca de la nada un bate hecho de un metal desconocido, más liviano que el aluminio y más duro que el titanio. Con él, se abalanza hacia el ladrón, absorto en la codicia de haber conseguido un botín fácil.
Cuando finalmente nota al embravecido senador, ya es demasiado tarde: Artemio ataca con furia desmedida en el cuello, noqueando al cleptómano hechicero. Cada golpe desata una metamorfosis, que tiñe de negro el blanco de los ojos del político y sus irises de jade son maculados con un rojo sangre, que exterioriza su furia animal, que usa para castigar al desdichado ladrón, cuyos huesos, músculos y órganos, son destrozados por la viva expresión del poder de la fuerza bruta.
Donde alguna vez hubo un ladrón, ahora solo hay una pulpa amorfa y sangrienta de carne y vísceras.
La frustración de la ruina de su noche de pasión se desvanece tras contemplar el resultado de su sentencia: el ladrón invadía su apartamento, estaba haciendo algo ilegal, era un criminal, y además, no fue invitado. Él estaba después de todo, defendiendo su hogar de un hombre potencialmente peligroso. De acuerdo con su veredicto, sus acciones fueron, justificadas.
Zaryna, indignada por la reacción violenta de Artemio, comenta:
—¡¿Por qué hiciste eso?!
Artemio, ordenando su ropa, desestimando las quejas de su compañera y, recuperando la compostura, declara:
—¡Esa rata nos pudo matar! Y no se preocupe por la sangre, llamaré a los de aseo para que limpien ese desastre.
Zaryna mira con disgusto a Artemio. No aprueba la violencia irracional del político, ni su desdén por la vida humana. Pero él, convencido de que está preocupada porque el incidente se haga público, decide hacer alarde de sus influencias:
»Además, tengo amigos en la policía que mantendrán todo bien tapado. Mire Zaryna ¡podría darle bala al presidente y aunque lo confiese, nadie me haría nada! ¡¿Y sabe por que?! ¡Porque soy intocable!
Mientras Artemio ríe en la ebriedad de su ego, Zaryna extiende su brazo derecho hacia él, y con intenciones siniestras en su mente, susurra:
—Ya veo.
Su antebrazo va cambiando hasta adoptar la forma de una espada larga. Él nota la transformación y se alarma, pero es incapaz de reaccionar al veloz sablazo que separa la parte inferior de su cuerpo. Como las paredes del apartamento tienen un revestimiento a prueba de sonidos, nadie escucha su bestial grito de dolor.
En sus momentos de agonía, Artemio dirige una mirada de sorpresa y terror hacia Zaryna y pregunta:
—¿¡Qué… ra… yos…
Con una expresión facial que irradia sadismo puro, Zaryna se acerca lentamente hacia él, se pone de cuclillas, tapa su boca y responde:
—Para que entiendas: es cierto, no soy humana y sí, soy una autómata. Me especializo en matar a hombres arrogantes que se creen intocables por su dinero y poder, como tú. Resulta que el presidente sabe qué eras una amenaza y me ordenó hacerte a un lado. No fue difícil inscribirme como «prepago» en la fiesta de la familia Morales. Sabía de tus gustos, así que solo tuve que poner mis ojos en ti y tal y como lo predije, caíste directo en mi trampa.
—¡Mal… di… ta!
Zaryna se pone de pie y apunta a la cabeza de Artemio, para recitarle sus últimas palabras:
—Sí, es verdad. Soy una maldita. Pero por eso, amo mi trabajo.
Acto seguido, corta en dos la cabeza del senador y toda su materia gris se desparrama en el apartamento. Pese a estar rodeada de sangre, una fuerza mística e invisible impide que ella sea salpicada.
Ya fuera del apartamento, Zaryna toma un taxi, saca un teléfono satelital y marca a un número, para dejar un escueto, pero muy significativo mensaje:
—Señor presidente, misión cumplida.
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